Un viaje a Monterrey

Me encontraba en un avión, de dimensiones algo noeáicas (por Noé y su arca, ¡tush!) en un aeropuesto de mi ciudad, me senté junto a la ventana y en el sillón de junto puse un maletín mío, pero logré escuchar a mi hermanito quejarse porque quería sentarse conmigo (cosa rara), y el muy cabrón no pudo porque el avión estaba despegando y no nos podríamos desabrochar los cinturones.
Ya después de estabilizarnos, me levanté y me fui al asiento de mis padres, que entre la última fila y la de ellos había un enorme espacio vacío, como de 20 metros, el caso es que platiqué sobre algunas cosas pero no sé si me entró nervios por las gigantescas proporciones del interior del avión (la altura era algo así de 20 ó 30 mestros) o porque ya estando a miles de metros de altura comenzaba a sentirme mal, tuve que volver a mi lugar, para luego escuchar a un grupo de chavitas que me decían que tenía un cierto parecido con un amigo mío, mientras notaba en la ventana que sobrevolábamos Chichén Itzá a muy baja estatura; sabíamos que iríamos a Monterrey de paseo y puesto que...


Ups, quedó inconcluso ya que en ese momento me desperté de mi siesta vespertina, charros.